Para cualquier persona que vivió para disfrutar la década de los sesenta, la propuesta de que las drogas psicodélicas podrían implicar una contribución positiva para nuestra salud mental debe parecerle absurda.

Junto con los alucinógenos como la mescalina y la psilocibina (es decir, los hongos mágicos y misteriosos), al LSD (Dietilamida del Ácido Lisérgico) con frecuencia se le culpaba de los malos viajes que enviaban a las personas al pabellón psiquiátrico. Estas drogas pueden volverte loco, decía la gente.

Entonces, ¿cómo es posible que, 50 años después, investigadores que trabajan en instituciones como New York University (NYU), Johns Hopkins Hospital, UCLA y el Imperial College de Londres descubran que, cuando se administran en un entorno terapéutico de apoyo, los psicodélicos pueden realmente hacerlo sentir sano? O que pueden tener cosas profundas que enseñarnos sobre ¿cómo funciona la mente humana y por qué a veces no funcionan?

Recientes ensayos con la psilocibina, un primo farmacológico cercano del LSD, han demostrado que una sola sesión psicodélica guiada puede aliviar la depresión cuando han fallado los tranquilizantes como el Prozac; también pueden ayudar a los alcohólicos y fumadores a dejar esos hábito de toda la vida; y puede ayudar a los pacientes con cáncer a lidiar con su “angustia existencial” ante la posibilidad de morir.

Al mismo tiempo, los estudios de imágenes de los cerebros de las personas que han tomado psicodélicos han abierto una nueva ventana al estudio de la conciencia, así como también a la naturaleza del yo y la experiencia espiritual. Después de todo, la perogrullada de los años sesenta de que los psicodélicos ayudarían a descubrir los secretos de la conciencia puede resultar no ser tan absurda.

El valor de la terapia psicodélica se reconoció por primera vez hace casi 70 años, solo para ser olvidada cuando lo que había sido una era prometedora de investigación chocó con el pánico moral nacional sobre el LSD en Estados Unidos, que comenzó alrededor de 1965.

Con la poderosa ayuda de Timothy Leary, el extravagante profesor de psicología de Harvard, los psicodélicos escaparon del laboratorio para caer en los brazos ansiosos y curiosos de la contracultura.

Sin embargo, en la década anterior ya se habían publicado mil estudios sobre el LSD, que involucraron a 40 mil sujetos experimentales y no menos de seis conferencias internacionales dedicadas a lo que muchos en la comunidad psiquiátrica consideraban un medicamento maravilloso.

En comparación con otros compuestos psicoactivos, estas poderosas y misteriosas moléculas se consideraban seguras --es prácticamente imposible sufrir una sobredosis con un psicodélico-- y no son adictivas. Las ratas en una jaula a las que se les ofrece con un dosificador de palanca para administrar drogas como la cocaína y heroína la pulsarán repetidamente hasta morir. ¿Y con el LSD? Esa palanca la presionan solo una vez.

Esto no quiere decir que los “malos viajes” no ocurran; estos suceden, especialmente cuando los medicamentos se usan sin el cuidado necesario. Las personas en riesgo de sufrir esquizofrenia a veces tienen periodos psicóticos con los psicodélicos, y la gente seguramente hace cosas estúpidas bajo su influencia que pueden provocar su muerte.

Las afirmaciones más extremas sobre el LSD --que revolvía los cromosomas de los consumidores o que los indujo a mirar el sol hasta que quedaron ciegos-- fueron desacreditadas hace mucho tiempo.

No fue sino hasta la década de los noventa que un pequeño grupo de investigadores comenzó a descubrir lo que un psiquiatra de NYU describe como “un tesoro enterrado de conocimiento” sobre el potencial terapéutico de los psicodélicos.

Tal vez la aplicación más prometedora de los nuevos medicamentos fue en el tratamiento del alcoholismo. Pocas personas de Alcohólicos Anónimos (AA) saben que Bill Wilson, su fundador, recuperó la sobriedad después de una experiencia mística que tuvo con un psicodélico administrado en 1934, o que, en la década de 1950, trató, sin éxito, de introducir la terapia del LSD en AA.

Traducido por Michelle del Campo  

Editado por Luis Felipe Cedillo

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Fecha de publicación: 31/05/2018