¿Qué hacer con los artístas que tienen una conducta personal reprobable, según los estándares de la sociedad actual? Admirar sus obras, reprender su comporamiento. Foto de archivo de la pintura "El Martirio de San Mateo de Caravaggio".

A principios de este mes, RCA Records de Sony Corp. eliminó a R. Kelly de su lista de artistas de grabación. Esa fue una decisión predecible, después que el lanzamiento de la serie de documentales de televisión “Surviving R. Kelly” llamó la atención sobre las acusaciones de abuso sexual contra el cantante y compositor --acusaciones que él ha negado de manera reiterada.

Pero el escándalo que rodea a Kelly no es precisamente reciente: fue acusado de cargos de pornografía infantil desde 2002 (pero absuelto en 2008) y desde el pasado mes de mayo se está difundiendo una campaña en línea para #MuteRKelly (CallenRKelly).

En este momento, es difícil imaginar que el futuro le depare algo a Kelly, sino es que la desgracia. ¿Quién creería, por ejemplo, que algún día su obituario podría describirlo como un “héroe y poeta” cuya música evocó “alegría inocente” a los oyentes, con “la convención inquietante de reclamar los placeres del momento”?

Sin embargo, las mismas frases se usaron en los tributos de varios periódicos a Chuck Berry cuando murió en 2017, el mismo Chuck Berry que, además de ser uno de los creadores de Rock & Roll, también cumplió 20 meses en prisión por pasar un niña de 14 años a través de las fronteras estatales con “propósitos inmorales”.

Esta comparación no es para minimizar las acusaciones contra Kelly. Sino más bien sugerir que, tanto hoy como en el pasado, una de las maneras más visibles en que nuestra cultura digiere las ideas cambiantes sobre la moralidad es pensar en el arte y los artistas.

¿La obra de un artista se ve manchada por sus pulsiones personales tales como la maldad? ¿Deberíamos concederles honor y respeto a las personas que sobresalen en su arte pero que son deficientes en lo que consideramos moralidad ordinaria?

Estas preguntas han estado en la esencia del pensamiento moderno sobre el arte desde el siglo XIX; pero desde la llegada del movimiento #MeToo, éstas han comenzado a recibir nuevos tipos de respuestas.

Por supuesto, no solo son las personas en las artes --cantantes, pintores, actores, escritores-- cuyo comportamiento ha sido sometido a un escrutinio riguroso. Sin embargo, las malas acciones de los artistas provocan un tipo de reacción diferente en contraposición a las malas acciones de financieros o políticos.

No nos sentimos cercanos a los últimos como lo hacemos con los primeros, ni los recompensamos con el mismo tipo de amor y admiración. Para muchas personas, negarse a escuchar a R. Kelly significaría perder una fuente de profundo placer --y, como mostró el documental “Sobreviviendo a R. Kelly”, muchos escuchas se resistieron a reconocer las acusaciones en su contra por esa razón.

Una forma de abordar el problema de qué hacer con el arte producto de personas que consideramos objetables es trazar una línea clara entre el creador y su obra.

Después de todo, en la mayoría de las áreas de la vida, no creemos que sea nuestra responsabilidad juzgar a los creadores de las cosas que disfrutamos o de las que nos beneficiamos: uno no tiene que admirar el estilo de administración volcánica de Steve Jobs para poder usar un iPhone.

Quizás una canción o un libro o una pintura sea como un teléfono o un refrigerador: algo que debe valorarse por el placer y la utilidad que nos brinda, sin importar quién lo hizo o por qué lo hizo.

De hecho, algo como esto es la regla que la mayoría de nosotros aplicamos cuando se trata de obras de artistas ya fenecidos.

Michelangelo Merisi, o Caravaggio, fue uno de los más grandes pintores del Renacimiento italiano y también quien mató a un hombre en una pelea. Sin embargo, pocos o ninguno de los que se asombran ante un lienzo del Caravaggio sienten algo de culpabilidad por el fantasma de su víctima, Ranuccio Tomassoni.

No creemos que admirar una pintura implique una aprobación general de todo lo que hizo el pintor; puede que ni siquiera sepamos algo él. Lo que nos importa es el trabajo artístico, no la persona que lo realizó.

Si las cosas son diferentes cuando se trata de R. Kelly, o del cineasta Woody Allen, quien fue acusado de abusar sexualmente de su hija adoptada Dylan Farrow cuando era niña, o del artista Chuck Close, quien fue acusado de acosar modelos mujeres-- es en parte porque todavía están vivos para beneficiarse de su trabajo. Allen y Close han negado las acusaciones en su contra.

Caravaggio no gana un centavo de las entradas a los museos donde se exhiben sus excepcionales obras, pero los artistas vivos si se benefician del mismo, lo que nos coloca irremisiblemente en la posición de fungir como sus mecenas.

Y las personas, naturalmente, son reacias a patrocinar a los artistas que desprecian, no importa lo buenos que sean en su arte. Otra forma de decir esto es que los muertos están más allá del castigo, mientras que los vivos todavía pueden ser obligados a pagar sus pecados.

Pero hacer una clara distinción entre el artista y el arte es quizás demasiado conveniente para nosotros, el público. La verdad es que, en muchos casos famosos, no se puede trazar una línea tan clara.

Tome por ejemplo a Ezra Pound, quien en 1949 recibió el Premio Bollingen de Poesía de un panel de escritores estadounidenses muy distinguidos.

Las protestas surgieron inmediatamente alegando que Pound había sido un fascista entregado, un partidario de Mussolini que transmitía propaganda contra Estados Unidos por la radio durante la Segunda Guerra Mundial.

Al momento de ser galardonado, él se encontraba recluido en un hospital psiquiátrico de Washington, DC, donde fue enviado en lugar de ser enjuiciado por traición. ¿Cómo podría un traidor fascista merecer un premio?

La defensa de alta mentalidad que ofrecieron los partidarios de Pound es que ellos estaban recompensando su poesía, no al hombre. Pero, de hecho, el libro por el que se honró a Pound, “The Pisan Cantos”, contiene divagaciones abiertas pro-fascistas y antisemitas, así como también pasajes de gran belleza lírica.

Además, es posible argumentar que la estructura misma del trabajo de Pound está basada en valores fascistas y autoritarios. En otras palabras, tomar en serio el arte de Pound significa tomar en serio sus ideas y acciones, y reconocer que lo primero surge de lo segundo.

Hoy en día, las transgresiones que amenazan las carreras y la reputación de los artistas vivos son a menudo menos políticas que personales. Pero quizás haya menos diferencia aquí de lo que se ve a simple vista, ya que no es la actividad sexual per se la que gana hoy en día. Es el supuesto abuso del poder conferido por la fama, la riqueza, la edad y el género.

El caso clásico de un artista abatido por su comportamiento sexual es Oscar Wilde, quien en 1895 fue condenado a dos años de prisión por homosexual. En ese momento, las personas de pensamiento correcto creían que dicha sentencia fue justa: un artista no debería estar exento de las leyes morales fundamentales. Hoy en día, las personas que piensan bien saben que no fue así: fue la ley la que procesó a Wilde que fue un inmoral, no su sexualidad.

Sin embargo, como escribió recientemente la crítica inglesa Kate Hext en un ensayo del Times Literary Supplement, la verdad es que si el caso de Oscar Wilde se tratara hoy, él podría ser una vez más despreciado --no porque las prostitutas que él patrocinaba fueran hombres, sino porque eran jóvenes, pobres y sin poder.

Los rumores hostiles que lo rodeaban en ese momento, escribió Hext, “no serían nada en comparación con la lupa con que fue escrutado y la sección de comentarios de Daily Mail Online, o los veredictos de las redes sociales”.

Este tipo de juicio representa la reversión de los mitos modernos que legitimaron y glorificaron el comportamiento transgresivo de los artistas --lo que casi siempre significó artistas masculinos, ya que la idea moderna de genio se ha construido en gran medida alrededor de los hombres y la masculinidad.

En su novela de 2014 “Dept. of Speculation”, Jenny Offill escribió: “Las mujeres casi nunca se convierten en monstruos artísticos porque los monstruos artísticos solo se preocupan por el arte, nunca por cosas mundanas”.

Desde el siglo XIX, la idea de que el artista es bohemio y subversivo, alguien que debe probar los límites de la convención ha tenido una gran influencia en el mundo.

Quizás el primer artista en quien se haya pensado de esta manera fue Lord Byron, el poeta de principios del siglo XIX, quien fue expulsado de Inglaterra por un escándalo, incluyendo rumores de incesto con su media hermana.

Byron era, en palabras de su amante Lady Caroline Lamb, “loco, malo y peligroso de conocer”, y su carisma melancólico y mundano estaba estrechamente relacionado con su mala reputación.

Uno bien puede dibujar una línea directa entre Byron y los célebres chicos malos modernos como Mick Jagger y James Dean.

El arte moderno estaba profundamente al tanto de la idea de que la creatividad está conectada con la transgresión. En “El nacimiento de la tragedia”, publicado en 1872, Nietzsche introdujo al mundo el concepto de “el dionisíaco” (adverbio de Dionisios, el dios del vino en la mitología griega), el poder embriagador que tiene los “instintos naturales salvajes” que se encuentran en el corazón de la creatividad artística.

Más tarde, Freud popularizó la idea de sublimación: ese logro creativo resultaba de la canalización de la energía sexual reprimida. El crítico Lionel Trilling escribió que los grandes monumentos del arte moderno “no son estáticos y conmemorativos, sino móviles y agresivos”, sugiriendo que la pregunta más importante que se debe hacer sobre estos es “cuánto daño pueden hacer”.

Todo eso significaba que los artistas masculinos que estaban en contra de la moral pública eran, en todo caso, más propensos a ser considerados como héroes por sus admiradores.

Por ejemplo, Egon Schiele, un pintor que trabajó en Viena al mismo tiempo que Freud. Después de ver su trabajo, incluidos los dibujos gráficos de niñas, nadie podría sorprenderse por completo al enterarse de que él también estuvo en la cárcel por cargos que incluían exhibir pornografía a menores.

Pero Schiele protestó contra su encarcelamiento como un crimen contra el arte: “I Will Gladly Endure for My Art and My Loved Ones” (Gustoso soportaría el castigo por mi arte y mis bienes amados) fue el título que le dio a uno de los dibujos que hizo mientras estaba en la cárcel. Hoy en día, es uno de los artistas modernos más venerados, precisamente porque su trabajo expresa la obsesión erótica a raudales.

Traducido por  Luis Felipe Cedillo

Editado por Michelle del Campo           

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Fecha de publicación: 07/03/2019