22 de abr. (Dow Jones) -- Un sábado del mes pasado, el Papa Francisco celebró misa en la Iglesia Ognissanti (de Todos los Santos) ubicada en uno de los barrios de la clase obrera de Roma.

Poco conocida por los turistas o historiadores del arte, Ognissanti fue el sitio de un acontecimiento trascendental en la historia moderna de la Iglesia Católica: exactamente 50 años antes, el Papa Pablo VI fue ahí a celebrar la primera misa papal en italiano en lugar de hacerlo en el tradicional latín.

Al celebrar ese aniversario, el Papa Francisco dejó en claro su punto de vista con relación a la misa vernácula, uno de los cambios más visibles introducidos por el Concilio Vaticano II (1962-1965). Dicha práctica todavía duele a los católicos tradicionalistas, quienes lloran por la pérdida de la unidad de la iglesia que implicaba un lenguaje común.

Permitir a los católicos orar en sus idiomas locales "fue realmente un acto de valentía de la iglesia para acercarse al pueblo de Dios", dijo Francisco a la multitud reunida afuera. "Esto es importante para nosotros, el seguir la misa de esta manera, y no hay vuelta atrás. . . El que retroceda estará equivocado".

En sus dos años de pontificado, el Papa ha llamado la atención por sus gestos nada convencionales --tales como darles la bienvenida personalmente a personas desarraigadas en la Capilla Sixtina el mes pasado-- pero esos gestos importan porque son signos de la nueva y radical dirección hacia la que él pretende llevar a la Iglesia Católica: hacia su visión de las promesas que se inscribieron en el Concilio Vaticano II.

Tanto los halagos y las alarma que Francisco ha generado como Papa han sido por las respuestas a su papel en la larga lucha por el legado de ese Concilio.

Durante medio siglo, los católicos comunes y sus líderes han debatido, a menudo con pasión, si los cambios que le siguieron fueron muy lejos o no lo suficientemente lejos.

Los predecesores inmediatos de Francisco, Juan Pablo II y Benedicto XVI, dedicaron gran parte de sus pontificados a corregir lo que ellos consideraban desviaciones injustificadas de la tradición en nombre del Concilio Vaticano II.

Francisco ha revertido ahora efectivamente el curso. De palabra, obra y omisión, él ha argumentado que los problemas de la iglesia no reflejan imprudencia sino timidez en la interpretación y la aplicación de los principios del Concilio Vaticano II, especialmente el llamado para que la iglesia se abra al mundo moderno.

"Por lo general toma medio siglo para que un Concilio empiece a asimilarse", dijo el cardenal Timothy Dolan de Nueva York. "Ahora tenemos un Papa que dice: Fíjense, nosotros apenas tenemos cinco décadas de debates internos y controversias sobre el significado del Concilio Vaticano II, ya es tiempo de ponerlo en práctica. Eso es lo que está haciendo".

La visión del Papa sobre el Concilio Vaticano II ha significado un cambio dramático en las prioridades, con un énfasis en la justicia social a través de las controvertidas enseñanzas morales y un enfoque más accesible con la cultura secular.

Esto ha alarmado a los que temen una erosión del papel de la iglesia como el baluarte más importante de la moral tradicional en Occidente, sobre todo ante las batallas acaloradas sobre el matrimonio homosexual, la bioética, el aborto y la libertad religiosa.

El Papa Juan XXIII convocó el Concilio Vaticano II con la intención declarada de imbuirle una bocanada de "aire fresco" a la iglesia. En su discurso inaugural le hizo un llamado a la Iglesia para "hacer uso de la medicina de la misericordia en lugar de la severidad" o "condenas".

Más de 2,500 obispos de todo el mundo asistieron a las cuatro sesiones, que produjeron 16 documentos oficiales que actualizaron las enseñanzas de la iglesia sobre, entre otras cosas, la escritura, la libertad religiosa y las relaciones con los no católicos.

Los cambios fueron dramáticos.

Roma absolvió al pueblo judío de la culpa colectiva por la muerte de Jesucristo y declaró que la alianza de Dios con ellos nunca había sido abrogada. Los católicos empezaron a escuchar a ortodoxos y protestantes descritos como "hermanos separados", mientras que los líderes de la iglesia hablaron de una "comunión" con los no cristianos.

Los años siguientes al Concilio trajeron un cambio cultural en la iglesia, enturbiando muchos aspectos de la identidad católica. Las mujeres dejaron de portar velo en la iglesia, y los católicos comenzaron a comer carne los viernes. Las monjas se mudaron de los conventos a los departamentos. El matrimonio interreligioso dejó de ser un tabú. Los sacerdotes se trasladaron de escuchar las confesiones en cabinas oscuras a entornos más conversacionales.

Al mismo tiempo, la Iglesia en Europa y Estados Unidos experimentó una reducción progresiva en la asistencia a la misa y en la adhesión a su moral tradicional, sobre todo por la llegada de la revolución sexual y la difusión de la píldora anticonceptiva y la legalización del aborto.

Medio siglo después del Concilio, la población de monjas en Estados Unidos se ha reducido en más de 70% y el número anual de ordenaciones sacerdotales en 50%.

Los papas Juan Pablo II y Benedicto XVI, que jugaron un papel clave en el Concilio Vaticano II, llegaron a la conclusión de que la iglesia había ido demasiado rápido y demasiado lejos en sus innovaciones que iban, desde su perspectiva, desde el abandono del hábito religioso hasta la aceptación de las ideas liberales sobre la moralidad sexual.

En respuesta, ellos emitieron el primer catecismo universal publicado desde el siglo XVI, sentando sistemáticamente las enseñanzas fundamentales de la Iglesia; censurando la disidencia entre los teólogos y dentro de las órdenes religiosas; y revirtiendo las medidas destinadas a ampliar el papel de los obispos en el desarrollo de la enseñanza y la práctica de la iglesia.

También hicieron hincapié en las diferencias entre el catolicismo y otras religiones y facilitaron la celebración de la tradicional misa en latín. Sus esfuerzos estuvieron destinados a reafirmar la identidad distintiva de la iglesia en medio de lo que Benedicto llamó más tarde como la "desertificación espiritual" de la laicidad.

El Papa Francisco, el primer pontífice en haber recibido las órdenes sagradas después del Concilio Vaticano II, es en gran medida un hijo de ese Concilio.

Este se llevó a cabo durante sus años de estudio en la orden jesuita en Argentina --fue ordenado sólo cuatro años después de que terminó-- y él con entusiasmo prosiguió sus estudios en Roma.

En la víspera del cónclave de 2013 que lo eligió Papa, el entonces cardenal Bergoglio identificó la principal amenaza para la iglesia: no la invasión de la cultura secular, sino una tendencia entre los mismos católicos, sobre todo dentro de las instituciones de la iglesia, de refugiarse en cofradías de su propia creación. El riesgo, dijo, era el "narcisismo teológico".

Como pontífice, Francisco ha usado la autoridad moral de su cargo para impulsar una agenda marcadamente diferente, exigiendo una "iglesia pobre para los pobres" y excoriando las ideologías del mercado libre.

El también ha dicho que la iglesia debe mostrar mucha mayor "misericordia" hacia los católicos divorciados y los que se han vuelto a casar (a quienes la ley de la iglesia actual les prohíbe recibir la comunión). Ha también trasgredido ls normas litúrgicas al lavarles los pies a musulmanes y mujeres, y recibido a un transexual en el Vaticano.

"Este Papa es un hombre muy del Concilio", dijo el Arzobispo Blaise J. Cupich de Chicago. "Tiene la idea de que la iglesia debe ser colocada al servicio del mundo, en el que no imponemos sino que proponemos".

Traducido por  Luis Felipe Cedillo

Editado por Eduardo García

 

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Fecha de publicación: 22/04/2015