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18 de ene. (Dow Jones) -- A última hora de la tarde de un domingo, hace poco más de un año, Marine Le Pen subió a la palestra en una ciudad deprimida de clase trabajadora ubicada al norte de Francia. Acababa de perder la elección para ocupar la oficina principal de la región, aún así la líder del Frente Nacional anti-inmigrante y anti-euro de Francia no pronunció un discurso para aceptar su derrota. En lugar de eso, Le Pen proclamó una nueva lucha ideológica.
“Ahora, la línea divisoria no es entre la izquierda y la derecha, sino entre globalistas y patriotas”, declaró, con un gigantesco pendón francés extendido detrás de ella.
Los globalistas, afirmó, quieren que Francia esté sumergida en un vasto “magma” circundante. Ella y otros patriotas, por el contrario, estaban decididos a mantener el estado-nación como el “espacio protector” de los ciudadanos franceses.
Las observaciones de Le Pen presagiaron las fuerzas tectónicas que sacudirían al mundo en 2016.
El voto británico para salir de la Unión Europea en junio y la elección de Donald Trump como presidente de Estados Unidos en noviembre no fueron acerca de si el gobierno debería ser más pequeño, sino sobre si aún era importante el estado-nación.
Le Pen ahora tiene la oportunidad de ganar las elecciones presidenciales de Francia en la próxima primavera, lo que podría poner en peligro la ya vacilante Unión Europa y su moneda común.
Los partidarios de estos movimientos dispares protestan no sólo por la globalización --el proceso por el cual los bienes, el capital y las personas se mueven cada vez más libremente a través de las fronteras--, sino también por el globalismo, la mentalidad de que la globalización es natural y buena, que el gobierno global debe expandirse como los contratos de soberanía nacional.
La nueva oleada nacionalista ha atemorizado a los partidos del status quo en parte porque no ven el globalismo como una ideología.
¿Cómo podría ser, cuando éste es compartido en el espectro tradicional de izquierda a derecha por personajes destacados como Hillary Clinton, Tony Blair, George W. Bush y David Cameron?
Sin embargo, el globalismo es una ideología y su lucha encarnizada con el nacionalismo le dará forma a la próxima era, como la lucha entre conservadores y liberales le dio forma a la última. Así es, por lo menos, cómo los nuevos nacionalistas lo ven.
Después de presionar con éxito a Carrier para que mantenga en Indiana la mitad de los dos mil 100 empleos que la firma tenía planeado trasladar a México, Trump dijo en una manifestación el mes pasado: "No hay himno global, ninguna moneda global, De ahora en adelante, va a ser ‘Estados Unidos primero’”.
En la década de los treinta, los nacionalistas también eran los expansionistas que codiciaban el territorio de otros países. Hoy, Trump y sus aliados ideológicos en su mayoría quieren reafirmar el control de sus propios países. Sus objetivos son estructuras mundiales como la Unión Europea, la Organización Mundial del Comercio, la OTAN, las Naciones Unidas y el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, o TLC.
Poco une a los nuevos nacionalistas aparte de su antipatía compartida hacia el globalismo. El programa económico de Trump está tan a la derecha, como el de la Le Pen está a la izquierda.
Los nacionalistas tampoco tienen planes creíbles para reemplazar a las instituciones de globalización que quieren derribar, como lo muestra la confusa salida de la Gran Bretaña de la Unión Europea.
Pero los globalistas serían inteligentes al enfrentar sus propias deficiencias. Han subestimado los daños colaterales que la vertiginosa globalización ha infligido a los trabajadores ordinarios, le dieron demasiada influencia a las ventajas estratégicas del comercio y descartaron con demasiada facilidad el valor que muchos ciudadanos ordinarios aún le atribuyen a las fronteras nacionales y a la cohesión cultural.
Las primeras raíces del globalismo se encuentran en la economía básica: así como dos personas son mejores especializándose y luego comerciando entre sí, también lo son dos ciudades y dos países. “Todo el comercio, ya sea extranjero o nacional, es beneficioso”, escribió el economista británico David Ricardo en 1817.
Gran Bretaña presidió la primera gran era de la globalización, desde mediados del siglo XIX hasta 1914. Sus líderes no eran conscientemente globalizadores. Adoptaron el libre comercio y el patrón del oro exclusivamente para el beneficio interno.
Después de la Segunda Guerra Mundial, la lógica del globalismo pasó del comercio a la gran estrategia. Al cederles cantidades modestas de su soberanía a las instituciones internacionales, un país podría hacer que el mundo, y él mismo, fueran mucho más fuertes, que velando por sus propios intereses estrechamente definidos.
“Si las naciones pueden acordar observar un código de buena conducta en el comercio internacional, éstas cooperarán más fácilmente en otros asuntos internacionales”, dijo el presidente Harry Truman en 1947.
Truman y los otros fundadores de la posguerra veían el interés económico y geopolítico como inseparable: Estados Unidos abrió su cartera y sus mercados a sus aliados para frenar el comunismo soviético. En 1957, seis países europeos firmaron el Tratado de Roma, creando lo que sería la Unión Europea, esperando que la integración económica y política hiciera que la guerra fuera impensable.
Durante décadas, el comercio, la industrialización y la demografía produjeron un círculo virtuoso de creciente prosperidad. En la década de los noventa, las barreras comerciales ya habían caído tanto que las ganancias del comercio fueron más pequeñas y estaban más concentradas.
Entre 1987 y 2008, los salarios totales de Estados Unidos ajustados por la inflación aumentaron 53%, mientras que los beneficios que obtuvieron las empresas estadounidenses en el extranjero se dispararon 347%.
Sin embargo, los beneficios estratégicos del comercio siguieron siendo atractivos: el presidente Bill Clinton firmó el TLC en 1993 para incorporar un gobierno pro-estadounidense en México, y la Unión Europea actuó después de la Guerra Fría para admitir a los antiguos satélites soviéticos para solidificar sus democracias y sacarlas de la órbita de Rusia.
En los años 2000, el globalismo había triunfado. El Foro Económico Mundial había evolucionado de ser un acogedor taller orientado a la gestión en la ciudad suiza de Davos, a ser una cumbre extravagante para las élites. El finado científico político Samuel Huntington aplicó la etiqueta cáustica "hombre de Davos" a aquellos que ven “las fronteras nacionales como obstáculos que afortunadamente están desapareciendo”.
Para los globalistas, esta era una insignia de honor, que simbolizaba no sólo una perspectiva, sino un estilo de vida de salas de espera de primera clase, teléfonos inteligentes y opciones sobre acciones.
Esto también sucedió cuando los globalistas fueron más allá. En 2000, Clinton aprobó el ingreso de China a la OMC. Haciendo eco de Truman, predijo que la afiliación de China “probablemente tendrá un profundo impacto en los derechos humanos y la libertad política”.
Pero no fue así. China se adhirió a la letra de sus obligaciones en la OMC mientras violaba sistemáticamente su espíritu con su discriminación contra los inversionistas y productos extranjeros, y una moneda artificialmente devaluada. La ola de importaciones chinas aniquiló dos millones de empleos en Estados Unidos, de acuerdo con un estudio ampliamente citado de 2016, sin un auge equivalente en los empleos estadounidenses vinculados con las exportaciones a China.
Mientras tanto, China se volvió más represiva en el país y antagonista en el extranjero. Al comportarse de manera muy diferente a los otros miembros del club comercial mundial, China ha socavado su apoyo.
Los globalistas en Europa también fueron más allá de lo recomendable. En 1999, 11 miembros de la Unión Europea se unieron al euro, el logro supremo de la unidad europea. Los economistas advirtieron que Italia, España y Grecia no podrían competir con Alemania sin la válvula de seguridad que permitía el que sus monedas nacionales periódicamente se devaluaran para compensar sus costos que aumentaban más rápidamente.
Efectivamente, sus déficits comerciales se dispararon, pero los préstamos en euros de bajo costo en un principio los hicieron fáciles de financiar. Los préstamos resultaron insostenibles, y la crisis resultante todavía no ha seguido su curso. Un resultado: en Italia, el populista Movimiento Cinco Estrellas, que está luchando por obtener el primer lugar en las urnas, ha prometido un referéndum no vinculante sobre la membresía en el euro.
Los excedentes comerciales chinos y alemanes podrían causar estragos gracias a la expansión de las finanzas transfronterizas. Para los globalistas, su crecimiento era tan inexorable como el del comercio.
A principios de 2008, el secretario del tesoro del presidente George W. Bush, Henry Paulson, publicó un informe argumentando que la globalización había hecho obsoleta gran parte de la regulación financiera estadounidense. La prioridad era mantener “la preeminencia estadounidense en los mercados mundiales de capital”. Esos mismos mercados de capital pronto pusieron al mundo en su peor crisis financiera desde los años treinta.
Esa crisis ha despertado a los globalistas ante los defectos de la globalización. Sin embargo, su fe en las fronteras abiertas sigue siendo inquebrantable. El presidente Barack Obama asumió su cargo como escéptico de libre comercio, pero pronto dedicó su energía a la negociación del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica, o TPP por sus siglas en inglés, de 12 naciones.
Los beneficios económicos previstos para Estados Unidos eran modestos, pero sus objetivos estratégicos eran ambiciosos: Estados Unidos forjarían un orden favorable a su país en Asia, en vez de permitir que una China en ascenso predominara la región. Con la victoria de Trump, ahora se supone que ese acuerdo está muerto.
Muchos globalistas ahora asumen que el descontento es impulsado en gran parte por los salarios estancados y la desigualdad. Si las personas se molestan por la inmigración, razonan ellos, es en gran medida porque le temen a la competencia de los trabajadores que perciben bajos salarios.
Traducido por Luis Felipe Cedillo
Editado por Michelle del Campo
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Fecha de publicación: 18/01/2017
Etiquetas: Globalización Nacionalistas Globalistas Economía Crisis